TEXTO POR JORGE RAMIREZ
FOTOS: JUAN DIEGO MONTENEGRO
Contorneando el Panecillo por el oeste, el barrio de San Diego se desarrolla cerca de los túneles que dan acceso al centro histórico de Quito. El paisaje de algunos se convierte en el paisaje de todos, mezclándose con los sonidos de las calles invadidas de transeúntes y la cantidad de automóviles que hace difícil caminar por este lado de la ciudad.
Muchos son los que atraviesan a diario el sector del cementerio de San diego, barrio entre la leyenda y la inseguridad. Una estrecha ladera irrumpe a un lado de la calle Mariscal Sucre en la que más de uno ha fijado una mirada curiosa alguna vez. En la cumbre, una cueva deja ver su oscura boca. Solo un impulso, a condición de que fuera impertinente, me hizo ascender por aquella escalera improvisada con la idea de saciar la curiosidad que me aquejaba. Una cuadrilla de 13 gatos salió a mi encuentro, erizando el pelaje hasta la punta de la cola al advertir mi presencia claramente extraña. Alguien vive allí, sin duda. El caos imperaba en el lugar. Por algún motivo extraño no me sentía amenazado, quizá lo que llamo caos no es más que un orden misterioso que no alcanzo a entender. Al analizar el lugar con detenimiento, comprendí la disposición de las cosas: una pequeña sala, una estufa improvisada, mucha basura, un viejo sofá con los huesos oxidados sobre el que descansaban libros de cuentos, filosofía, una biblia. Había también lugar para la música, una guitarra apoyada en un oscuro rincón parecía iluminarlo todo.
Desde la calle, un hombre saluda con gran algarabía. Reconocí en él una silueta quijotesca, delgada, la piel claramente maltratada por las inclemencias que implican ser un indigente, pero a la vez amable y carismático, con una sonrisa que luego entendí siempre estaba dibujada en su rostro. Soltó un silbido y de la cueva surgieron los 13 gatos de distintos tamaños y colores. Este hombre es Joseph Ordóñez, ecuatoriano de 54 años de edad, quien hace 16 años decidió establecer su hogar en este peñasco en el sector de San Diego. Saluda con un gesto cariñoso a Presumida, Cheita 1, Cheita 2 y Blanca Nieves, cuatro de sus trece gatos.
“Ya regreso a ponerles el desayuno” les dice, mientras camina hacia mí. Fui atrevido al subir a su hogar sin permiso, pero a Joseph no le molestó. Entre bromas me invitó a sentarme en unas gradas. Él se puso cómodo. Largo rato duró la conversa, no hubo necesidad de hacer preguntas, Joseph me contó sus memorias y estas respondían a las preguntas que surgían en mi cabeza. Su historia alcanzaría sin más para llenar tres libros de relatos, desde su salida de la provincia del Carchi, hasta el día en el que subió a este peñasco y con sus manos cavó lo que sería su hogar. Resumiendo, entre copas mal habidas perdió a su familia, una vida llena de excesos y sucesos de los que no se siente orgulloso, pero tampoco se avergüenza, le llevaron a abandonar todo lo que tenía, incluyendo la bebida y el dinero, para quedarse nada más que con lo puesto, y al día siguiente cantando, cantando de la alegría.
“La vida es mejor si se puede cantar” dice Joseph.
Bruce Lee —por el buen manejo que tenía con los chacos—, o El señor de los gatitos, como las personas del sector de San Diego lo llaman, saluda a los vecinos que pasan por la calle. Ellos responden a su saludo atentamente. Él sale con su guitarra, entona algunas de las canciones que a diario canta en los buses que transitan por la Av. Mariscal Sucre. Los caminos, de la vida, Si me vas a abandonar, Agüita cristalina, Para adorarte, son algunas de las canciones que conforman su repertorio. Así se gana la vida. Asegura con entusiasmo que no le falta comida, para sus trece hijos ni para él, que come por dos.
Ante un recuerdo, advierto que la cara de Joseph se torna sombría. Con delicadeza pregunto qué recordó. Es su familia. «De ellos no quiero hablar, no hablemos de eso», dijo Joseph, en tono suplicante, mientras sus ojos llenos de lágrimas dejaban ver una profunda tristeza. Fue poco lo que quiso contarme, pero muy concreto su silencio para entender la situación.
Ganas de vivir, alegría, buen sentido del humor, amabilidad, son algunas de las bondades que le sobran a Joseph Ordóñez. Es medio día y el hambre interrumpe la conversación. Me agradece por la visita acompañándome hasta la avenida, estrecha mi mano y sube la empinada pendiente hacia su casa. Mientras lo hace, sus 13 gatos lo reciben. Desde la cima, Joseph levanta la mano efusivamente para despedirse. Es la imagen que ha quedado grabada en mi memoria ahora que ya no está entre nosotros. Siempre le estaré agradecido por una de las más grandes lecciones de vida que pude aprender: el dolor no es, no será nunca más fuerte que los breves instantes de alegría que la vida nos puede ofrecer.